«CARTAS DESDE GALIZA»
- RUBENS PINTOS MARTÍNEZ
- 2 feb 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 27 ago

Mi Muy Querido Hijo.
No ibas a ser diferente a los demás, así que, puesto a retrasarme en esto de escribirle algo a quien algo esté celebrando, parece que me he propuesto hacerlo también contigo. Una costumbre, por otra parte, que pretende instalarse como tal. No es mi propósito, y bien tú lo sabes. Podría excusarme con que, en tu caso, la tardanza ha sido corta, pero tú y yo bien sabemos que llegar tarde es llegar tarde. Otra de las excusas, tan recurrida ella, sería la de falta de tiempo por trabajo y otras de índole semejante. Pero no, la verdadera razón por la que nada te he dedicado negro sobre blanco hasta ahora, es la que creo, si la memoria no me falla, he expuesto en más de una ocasión en estas cartas, sin importar a la persona a que vaya dirigida. No es más que la falta de «inspiración» que se apodera de mi persona y deja más que el papel en blanco: la mente. Yo que, con demasiada frecuencia, obvio el uso de la misma.
Pues bien, puesto a pensar, quise indagar y conocer los motivos por los cuales, toda vez que quiero, deseo escribir, no solamente a ti, sino a todo aquel que conmigo pueda tener algún tipo de lazo, sobre todo afectivo, después de mucho pensar e indagar, ¡pues va!, y a ninguna conclusión racional he llegado. Te puedo asegurar que días antes, tal vez dos o tres, del día que corresponda y de ponerme a plasmar, teclado en mano, en formato «Word» lo que pretendo y deseo escribir para dedicárselo a la persona a la cual deba dirigirme, tengo en mi mente un «discurso» perfecta y totalmente estructurado y rematado. ¿No preguntes por qué, y menos el qué? El caso es que, llegada la hora de la verdad, me quedo con cara de circunstancias y, como ya te he dicho, la mente en blanco. Es como cuando planeas durante toda la semana una salida, un evento, como, por ejemplo, pasarte todo el día en la playa, ¡y va!, llega el fin de semana y se pone a llover. O mejor, para acercarnos más a lo íntimo, a lo sentimental, como cuando después de un tiempo, generalmente largo, sin ver a una persona a la cual quieres un motón – tu caso con respecto a mí, por ejemplo –, te juras y perjuras a ti mismo que cuando le veas le darás el abrazo de tu vida, ¡y va!, llegado el momento te desinflas y tu gozo en un pozo.
No sé explicártelo mejor, pero estoy convencido de que tú me entiendes y comprendes. Mi falta de inteligencia la suplo con la tuya. De todos modos, que tampoco esto sirva como excusa para disculpar mi falta de puntualidad. Intentaré, de todas formas, enmendarme lo mejor que se me ocurra, y ya que todo apunta a que mi cobardía a la hora de manifestar mis sentimientos se deba a la presencia física, a las circunstancias o a la finura mental, tal vez pueda en este espacio procurar mi salvación y, desde aquí, con estas pocas palabras probablemente mal escogidas, pero inequívocamente sinceras, darte un abrazo como nunca nadie podría haberte dado, sin excusas, sin pensamiento previo, como recién salido del corazón.
He ahí la respuesta: con los sentimientos, como con casi todo en la vida, la planificación no siempre se ajusta a nuestras expectativas. Lo mejor, en muchos casos, aunque suene a topicazo, es el aquí y ahora. Así que, siguiendo mi propio consejo bien poco elaborado, te deseo, sin preámbulos de ningún género, lo que al fin y a la postre es el verdadero motivo por el cual me dirijo a ti a través de las letras escritas: un feliz trigésimo primer aniversario.
¡Feliz cumpleaños, hijo!
Tu padre y tu madre que te quieren.
rpm’ 18
Fornelos de Montes, febreiro 2018.
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