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«CARTAS DESDE GALIZA »

Actualizado: 21 feb

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Mi Muy Querida Hija.


       Has llegado con los labios resecos y los ojos nublados por la calima sahariana que tanto se prodiga por las tierras que por un tiempo has decidido adoptar como morada, esa misma «inclemencia meteorológica» que pretendió privarme del placer de tu visita. Me gustaría pensar, y hasta me lo he imaginado, que siendo yo, como tú dices, tu «Superman», fuera el causante de la reparación del fenómeno natural que osó intentar no otorgarnos el mutuo placer de poder vernos que, en nuestro caso, viene a ser lo mismo que sentirnos. Pero la realidad es mucho más bella, y cuando te vi apenas asomar por la puerta de arribada de la terminal del aeropuerto, me colmé de tantos recuerdos vividos contigo, que la emoción a punto estuvo de jugarme una mala pasada. En el fondo, no me hubiese importado tanto, ¿sabes?: verter lágrimas de emoción por volver a verte aunque sea un instante, en absoluto me avergüenza.


      Disipada la calima, vi a esa niña que, con coletas a lo «Pipicalzaslargas» con las que su madre la había adornado, se sujetaba del dedo meñique de su «Superman» y se dejaba llevar adonde el fuere con ojos curiosos abiertos de par en par; esos mismos ojos que todavía hoy siguen abiertos y mirando con la misma curiosidad; esos ojos que tanto llenan a quien sea capaz de sostener su mirada franca y sincera, limpia y honesta; ojos amorosos para quien quiera conquistarlos; firmes para quien quiera desafiarlos; sin miedo para quien quiera ofenderlos. Todo con esa mirada que tanto te identifica. Y me vi paseando otra vez contigo, jugando yo a ser un buen padre y tú la mejor de las hijas. Te aconsejaba y alertaba de las tribulaciones de esta vida, yo que no supe aconsejarme ni a mí mismo, y tú me escuchabas con esos enormes ojos tuyos llena de atención porque, «Superman», tu papá, te estaba hablando sin saber ni comprender muy bien lo que te estaba diciendo. Luego, retrocedía todavía más en el tiempo y te veía a través del espejo retrovisor del coche riéndote a carcajadas, de esas de las que nadie puede escabullirse sin contagiarse, mientras yo, con mi prodigiosa voz desafinada, te cantaba el «Serra, serra, serra/Eu serro na porta e ti na cancela». Pasadas las risas, volvía al retrovisor, y de nuevo aquellos enormes ojos tuyos lo inundaban todo. Entonces, henchido de orgullo paternal, me inyectaba una dosis de autoestima y, por qué no reconocerlo, con algo de vanidad, me decía: «¡Qué bendición de hija tengo! Dicen que se parece al padre»; para que luego mis diques a la contención emocional se derrumbaran cual castillos de naipes y el inevitable vertido de lágrimas se abriera paso sin resistencia de ninguna clase.


       A veces sueño despierto y me evado hacia esos tiempos (los únicos de los cuales me arrepiento por haber desaprovechado demasiados) y juntos nos fugamos al país del que nunca jamás volverán a separarnos... Pero me conformo con los breves momentos que me has regalado en esta ocasión – no veo llegada la hora de la siguiente –, en días como nuestros respectivos aniversarios. Maldigo, ¡desde ahora ya!, la próxima calima que intente sabotearnos nuestro nuevo encuentro que, espero, sea pronto, mientras hoy te felicito por tu cumpleaños: ¡felicidades, hija mía!


       Antes de despedirme volveré a insistir sobre lo que ya en otra misiva te solicité: dile a Gabriel que no ocupe todo tu corazón, que me deje un huequecito en el que pueda introducirme a perpetuidad que, por voluminoso que yo sea y parezca, no dudes de mi ingenio, pues te aseguro que me las ingeniaré para caber en él. De no ser así, me conformaré con la luz de tu mirada en esos inmensos ojos tuyos.


       Afectuosamente tuyo, tu padre que te quiere.


rpm’20


Fornelos de Montes, marzo 2020.


P.D.: Mamá se suma a las felicitaciones, y te recuerda que ella también te quiere... y mucho.

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